Puntualmente, a la misma hora establecida cada día, escuchando el sonido rítmico de uno de los relojes que tanto amaba su señor padre, cerró dulcemente los ojos mientras degustaba, salivando intensamente, el séptimo plato que le ponían delante con cuidado y respeto para que no se enfadara. Observó con detenimiento el tabaque que ofrecía ante sus ojos no pocos manjares que quizá más tarde, si aún tenía ganas, ingeriría. Hoy prefería, sin embargo, seguir con sus costumbres: pollo frito, guisado y asado, perdiz, cabrito, paloma, cazuela de patas de puerco con piñones, carne de caza, olla podrida, tajada de venado, cordero, carnero lampreado y carne de vaca, a sabiendas de las intensas dolencias que sufría cada noche como consecuencia de esa dieta tan estricta que, tozudo y obstinado, se negaba a abandonar. Bien lo sabía su galeno que, a duras penas, intentaba suministrarle remedios que evitasen hemorroides, hinchazones de piernas y dolores estomacales, tarea harto difícil, como había ocurrido igualmente, tiempo atrás, con su señor padre, el bueno de D. Carlos. Tal vez mañana, pensó a modo de rebeldía, le cocinarían duelos y quebrantos, un plato que hacía tiempo no le presentaban. Hoy en contra de su voluntad el Gentilhombre de Interior le había ofrecido -como colofón de ágape- una exquisita capirotada, corona del plato de asado que tenía ante sus ojos.
La costra deliciosa, a modo de fortín infranqueable, sabía a ajos, aceite, queso, hierbas y huevos batidos que, el lento cocinar de los fogones -con leña recién cortada de la sierra cercana- había transformado en una envuelta dura – a modo de coraza- que dejaba intuir una exquisitez, desprendiendo un olor intenso y aromático procedente de la masa carnosa que se hallaba oculta debajo y donde habían insertado las escasas verduras que constituían su dieta. Cada vez que había capirotada, manjar blanco o bien gigotes de capones sobre sopas de natas ordenaba felicitar lacónicamente a los cocineros por lo excelso de los platos. Entre trozo y trozo, que atrapaba con la ayuda de las manos y el cuchillo, bebió a sorbos unas gotas de agua de guindas y garnacha que, junto al agua de canela, eran habituales en sus almuerzos y cenas, facilitándole la digestión de tan copiosas viandas al tiempo que refrescaban su aliento para despachar luego con sus ayudantes, bien sabían lo escrupuloso que era con la higiene personal.
Continuó comiendo el noveno plato. Entonces, percibió con melancolía que la mesa, engalanada con búcaros, olía intensamente a jengibre, azafrán, canela, pimienta, tomillo, comino, clavo, así como a una extraña flor, llamada nardo, cuyos tubérculos habían sido traídos de América y que tanto gustaban entre las damas. Dichos olores de especias le recordaron, algo nostálgico y temeroso al tiempo, qué se estaría pergeñando en esos instantes lejos de su casa, de sus órdenes, en lontananza…al uno y otro lado de sus extensos dominios, más allá del océano, de donde no cesaban de enviarle peticiones sobre turbios negocios acerca de nuevos cultivos. Absorto se hallaba mirando el bordado de un arambel nuevo que alguna diligente ama había indicado estrenar para fiestas, cuando le anunciaron que la ansiada misiva acababa de llegar.
Por fin, después de mucho tiempo de espera y tal vez de varias negativas y no pocas discusiones acaloradas sobre la viabilidad respecto del asunto. Pleno de nervios manifiestos, el Mayordomo se acercó y con real permiso abrió el sello que lacraba el secreto, leyendo sotto voce lo que se había escrito para dar respuesta a sus rogativas. Un silencio inaudito invadió la gran sala…Había accedido por tratarse de quien era, de forma especial, esta única vez…había dicho sí.
Con una triste sonrisa que apenas desfiguraba el rictus fijo en su enjuto, hermoso y perfilado rostro, sin inmutarse, sentado y mirando al infinito, el Prudente ordenó que le sirvieran -al instante- limonada de vino y venado al cardamomo… ¡había que celebrarlo!
N.- Según los estudiosos, desde finales del siglo XV y a lo largo de todo el XVI, las cantidades de especias llegadas a Europa, procedentes de Asia y de las islas del Pacífico, se duplicaron, tanto las consideradas de lujo (canela y clavo) como otras más baratas (jengibre y pimienta). El jengibre no fue muy aceptado a nivel popular y la pimienta, que ayudaba a conservar la carne, debido a las guerras se hizo imprescindible. Muchos de estos vegetales eran enviados para ser cultivados masivamente en los extensos campos de la Nueva España desde donde se traían a Europa (con diferente éxito de aclimatación y distribución) generando un tráfico comercial que tuvo sus momentos de auge y decadencia, ocultos intereses y peculiares conflictos. Curiosamente, durante el Siglo de Oro, algunos monarcas sintieron predilección por los platos de carne fuertemente especiados.
Tal fue su debilidad por ellos que, en el caso de Felipe II, llegó a solicitar una dispensa especial al Papa para que le permitiera comer carne incluso los viernes de Cuaresma, permiso que finalmente obtuvo para alegría del rey Prudente y desesperación de su galeno…
Dra., directora Fátima Hernández Martín del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife.